miércoles, 3 de diciembre de 2008


Clavé mis pies en el suelo y me cercioré de que pisaba tierra firme.

Ahora ya no importaba si antes me había caído. Al final, una retaíla de cabezas divertidas esperaban mi llegada. Ellos qué sabían de mis tropiezos...

Comencé a caminar. Tierra a/batida.

Me paraba cada cierto tiempo para escuchar el sonido de mis pisadas en la arena. Ese crujir me hacía cosquillas en la planta de los pies y me reconfortaba. Desde que era pequeña. Lo recuerdo siempre.

A distintas alturas del camino solía ver caras conocidas, nubladas por la envidia, torcidas por la ira, registradas bajo la firma del odio y la adversión. Me miraban inquisitivas, prejuiciosas y violentas.

Sentí miedo, en muchas ocasiones. Miedo al saber que había personas capaces de acaparar ese mal, esos sabores amargos... Terror con tan sólo mirarlas a los ojos. Estaban vacías.

Sus pupilas eran dos agujeros negros del tamaño de un universo, capaces de absorber dimensiones enteras. Bidimensiones. Tridimensiones.

Algunos me pusieron sus zancadillas... muchos consiguieron de mi un esguince, otros una caída... otros, tan sólo un resbalón.

Pero nadie, repito, nadie hizo que la locomotora parase.

Continué el camino y hoy me hallo aquí. Tal vez a miles de kilómetros de aquel pasaje infernal.

Hoy camino firme, sin mirar a los lados. Pa'lante.

Me quedan cuestas que subir, pasajes del terror a los que lanzarme de cabeza... me quedan cientos de esguinces y alguna rotura probablemente.

Y me queda el sprint final. Ése del que nunca nadie vuelve.

Pero voy. Voy sin miedo. Porque la vida es el regalo.

No hay más.

La vida no es un problema que resolver... sino un misterio que vivir.





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